lunes, 28 de marzo de 2011

... de visita

Llegué a Madrid por la tarde. Esa noche era el acto de presentación de mi coartada, una convención de escritores que no me interesaba, que no tenía gracia, a la que me habian invitado por el éxito ya olvidado de mi primera y única novela. Debía presentarme para aparecer en las fotos y después estaría libre para olvidarme entre tus piernas.
Caíste en el blog anónimo que coservo desde mis años de universidad por casualidad. Te reíste de mis chistes malos, lloraste con mis sentimientos. Te avergonzaste. Fuiste parte de mi con cada linea que leías, por que creíste que escribía solo para ti, la mejor crítica que me han hecho en todos estos años de puretas escundriñando en versos hechos para vender y sobrevivir. Empezaste a comentarme, y desde el primer comentario te susurré amor al oido. Cada comentario, cada respuesta, cada nuevo post, cada susurro aumentaban un grado la temperatura entre los dos, acercaban unas mentes hasta entonces separadas pero creadas con el mismo molde. Un día me dejaste tu correo en un post. Lo guardé y lo borré. Esa misma noche descargué el messenger y hablamos durante horas. Y desde el primer momento nuestro encuentro tenía un fin prosaico y lírico a la vez. Eramos dos animales husmeando nuestro cuerpos, palpando a distancia nuestros genitales, buscando el momento de unirnos y entrelazar la necesidad de carne que florecía en cada una de las palabras que nos dedicamos. Primera noche de conversación. Primera sesión de cibersexo descubierto, de necesidad aplacada pero no consumida. A la mañana siguiente escuché por primera vez tu voz entre jadeos. Escuchar como te corrías, como me pedías que te comiese fue el el principio de un sentimiento de deseo incontenible, de un ardor genital que solo se aplacaba cuando cada noche, cada mañana, volvía a poseerte a través de la distancia, usando los cables por mis dedos, sustituyendo la saliba y el calor por la imaginación de un escritor que por primera vez se advertía a si mismo creativo.
Después de unos meses surgío esta convención. Te planteé vernos. Primero me dijiste que no. El sí te lo saqué en una versión oscura de sexo a través de la red que no te dejó alternitativas. Y esa noche por fin, íbamos a ahogar nuestros anhelos entre las sabanas de la cama de mi hotel.
Como planeamos, cuando llegué de la mentira tú ya estabas en la habitación. Me lo confirmaron en recepción y como el ascensor estaba en el último piso subí corriendo por las escaleras. Notaba la excitación haciéndose grande entre mis piernas, solo con la idea de llegar y encontrarte en mi cama entregada a mi. Abrí la puerta, y no habías podido esperar. Te enfrentabas a mi tumbada en la cama, las piernas muy abiertas, solo el sujetador negro y los tacones, tus dedos entre tus ingles jugando con tu humedad, tus labios entreabiertos llegaron a pronunciar una palabra: "desnudate". Cuando lo hice me pediste que me masturbase para ti. Apoyado en la pared empecé a acariciarme la polla. Mojaba mis manos con saliba, no dejabas de mirarme de cintura para abajo con ojos de gata en celo. Te levantaste corriendo y de rodillas frente a mi comenzas te a lamer tu oscuro objeto de deseo, mi arma de placer. Mientras me comías, me mordías, me chupabas, intentabas sacar de mi polla un grado más de dureza, no dejabas de acariciarte el coño que goteaba en la alfombra toda la necesidad de sexo entre los dos que habíamos cultivado. Te levanté. Te llevé a la cama. Te puse a cuatro patas y comencé a comerte por detrás, como tantas veces habíamos fantaseado. De vez en cuando mi lengua se perdía entre tus piernas, exloraba esquinas y descubría sitios donde la respuesta de tus jadeos desvelaba un placer inesperado. Te diste la vuelta. Abriste tus piernas. Me dijiste: "fóllame, metemela ya por que me voy a morir de ganas de tenerla dentro,quiero notar como explotas y me inundas entera". Así lo hice. En cada empujón tus uñas se clavaban más en mis nalgas, mis dientes mordían con más fuerza el labio inferior. Tus ojos fijos en los míos, tus caderas moviendos a copasadas a mi cuerpo, tus gritos, los míos. Estallamos a la vez a un volumen prohibido, entre sudores y flujos que salián de los poros más escondidos. Nos fundimos en un argasmo largo y detallado, un grito ahogado, un cuerpo sintiendo lo mismo con dos mentes y un alarido. Esa noche, el ritual se repitió no sé cuantas veces, hasta caer exahustos, uno en los brazos del otro. Al despertarme por la mañana no estabas allí, yo tenía una firma. Tal vez esa noche volveríamos a morirnos de placer, tal vez no. El viaje ya había merecido la pena....

2 comentarios:

Aida Cooper dijo...

¿Escribes con el don de la ebriedad?

Mitxi Panero dijo...

En ocasiones.... veo muertos....